Desde hacía más de dos siglos que solo me
levantaba para ir hasta la cocina a prepararme algo para comer o cuando
necesitaba ir al baño, nada más, ni siquiera me acostaba en una cama, pues mi cama,
mi habitación, mi casa y todo mi mundo era una silla de mimbre en la que me
sentaba. Sin embargo, una mañana algo me hizo ver que mi vida se había vuelto
demasiado rutinaria, me pareció que en otro lugar debía haber una existencia
muy diferente -y sin dudas mejor-, entendí que había llegado el momento de
ponerme de pie y comenzar a caminar, pero no quería ir a cualquier sitio, mi
ilusión era llegar hasta la frontera y luego -muy lentamente- cruzarla, entrar
en ese país en el que vivían unos seres a los que llamaban Los Otros.
Intuí que el viaje sería largo, pero no me
importaba, tenía tiempo y quería andar.
Guardé algunas cosas indispensables en la
mochila e inicié la aventura.
Entonces caminé sin detenerme, sí, caminé
durante días enteros, pero los días también trajeron noches que eran frías y
duraban muy poco.
Con las décadas, esos días enteros y esas
noches frías que duraban muy poco se fueron confundiendo, mezclándose tanto
entre sí que todo se volvió una tarde continua e insulsa.
Y aunque no divisara la frontera yo seguía
marchando porque quería llegar, por suerte mis pasos iban quedando grabados en
la tierra, a veces llenándose con el agua que la lluvia derramaba cada tanto,
agua que servía de hogar a los renacuajos.
En mi trayectoria, subí montañas, atravesé
valles, eludí hondonadas, hasta que una tarde descubrí unas huellas secas que
ahuecaban el camino, huellas ancestrales de cuando los días eran enteros y
las noches eran frías y duraban muy poco, de cuando aún las tardes no
se habían vuelto eternas. Entonces comprendí que por fin había llegado a la
frontera, donde, unos metros más allá, me esperaba la silla de mimbre, ahora
desvencijada.
No me pidas que te diga la Verdad, algo en mí intenta escribir cosas bellas.
Humberto Dib
http://humbertodib.blogspot.com.ar/2014/10/la-frontera.html
Humberto Dib
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