Desde pequeño, los aldeanos veían al maestro Chen levantarse
con el sol y meditar en el templo Taoísta, leer los textos sagrados y limpiar
el altar, la sala y los jardines hasta mediodía.
Luego comía algo de arroz y verduras, y por la tarde
entrenaba su estilo de Tai-Chi hasta que la noche le pillaba en estos
menesteres.
Después de contemplar las estrellas un rato, el maestro Chen
regresaba a su humilde casa, cenaba y se acostaba esperando el día siguiente.
Nunca aceptó discípulos y decían que su manejo de la espada
no tenía igual, que era como parte de su propio cuerpo. Igualmente, sus
movimientos eran gráciles, y una fuerza tranquilizadora y pacífica se
desprendía de él mientras danzaba con su sombra.
Tan duro era su entrenamiento que alguien le dijo una vez:
Tan duro era su entrenamiento que alguien le dijo una vez:
-Maestro, se entrena como si estuviese esperando una gran
batalla.
A lo que el maestro contestó:
A lo que el maestro contestó:
-¡Ciertamente, así es! Pero esa batalla ya está aquí.
Por la mañana lucho contra la pereza y el sueño, que pretenden
evitar que realice mis meditaciones.
Lucho también contra la duda, que lo corroe todo y me tienta
con el desánimo.
Combato contra la gula y el orgullo de creerme superior a
alguien, por esa razón no acepto discípulos.
Contra la maledicencia y la ignorancia, contra los deseos
egoicos, contra la violencia y contra el olvido de reverenciar Tao.
Como ves, amigo mío, numerosos son los enemigos a los que me
enfrento cada día.
¡Por eso debo estar listo!
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