Varias veces mi hija me había dicho por teléfono que tenía
que ir a ver los narcisos.
Yo quería ir pero significaba manejar durante dos horas.
“Voy el próximo martes, te lo prometo”, terminé diciéndole después de su tercer
llamado.
El martes siguiente amaneció frío y lluvioso, pero como le
había prometido ir, fui.
Cuando llegué a la casa de Carolina y abracé a mis nietos le
dije:
“olvídate de los narcisos, entre las nubes y la niebla, el camino es
invisible y además nada en este mundo me impulsó a manejar hasta aquí a no ser
por vos y tus hijos”.
Mi hija sonrió con serenidad y dijo:
“estamos acostumbrados
a manejar con este clima mamá”.
“Bueno”, le dije con firmeza, “pero no pienso
volver a salir a la calle hasta que la tormenta no haya pasado pero tan solo
para irme a casa”.
“Esperaba que me llevaras hasta el taller mecánico a buscar
mi auto”.
“Queda muy lejos?” le pregunté.
“Unas pocas cuadras” me contestó Carolina.
“Yo manejo, estoy
acostumbrada a hacerlo”.
Me llevó por el camino más largo para pasar por el jardín de
los narcisos.
Después de unos veinte minutos doblamos en un pequeño camino
de grava y vi una pequeña iglesia.
Lejos de la iglesia pude ver un cartel hecho
a mano que decía “Jardín de narcisos”.
Bajamos del auto y tomando a los niños de la mano, caminé
detrás de Carolina a lo largo del camino.
Luego dimos la vuelta, miré y me
quedé sin aliento.
Ante mi se extendía la vista más gloriosa.
Parecía como si alguien hubiera tomado una enorme tina de
oro y la hubiera derramado sobre los picos y las laderas de la montaña.
Las flores estaban plantadas majestuosamente, patrones de
colores que formaban remolinos, grandes cintas de un naranja intenso, blanco,
amarillo, rosa, un color de azafrán al lado de un suave color manteca.
Cada variedad de color había sido plantada como un grupo de
forma tal que pudiera ir formando remolinos y siguiera un camino parecido a un
río de un único color.
“¿Quién hizo esto?” Le pregunté a Carolina.
“Una mujer”, me contestó. “Vive en esta propiedad, aquella
es su casa”.
Mi hija apuntó hacia una casa con techo a dos aguas que
lucía pequeña y modesta entre tanta gloria.
Caminamos hacia la casa.
En el patio había un cartel.
El
título decía:
“Respuestas a las preguntas que te debes estar haciendo”:
la
primera respuesta es simple: “50.000 bulbos”.
La segunda decía: “Uno a la vez, una sola mujer, dos manos,
dos pies y un cerebro muy pequeño”.
La tercera respuesta era: “comencé en 1958”.
Y allí estaba: la ley del narciso.
Para mí en ese momento fue una experiencia tal que me cambió
la vida.
Pensé en esa mujer que nunca había visto, y que desde hacía
más de cuarenta años había comenzado plantando un bulbo, un bulbo a la vez para
traer su idea de belleza y alegría a una montaña oscura.
Y sin embargo plantando un bulbo a la vez, año tras año,
había cambiado el mundo.
Esta mujer desconocida había cambiado para siempre el mundo
en el que vivía. Ella había creado algo de inefable (e indescriptible) magnificencia,
belleza e inspiración.
La ley que su jardín de narcisos nos enseña es uno de los
principios más grandes para celebrar.
Y nos enseña a movernos hacia nuestro
objetivo y nuestros deseos un paso a la vez, a veces casi con pasitos de bebé,
y nos enseña a amar este proceso, nos enseña a utilizar la suma del tiempo.
Cuando multiplicamos pequeñas fracciones de tiempo por
pequeños incrementos de esfuerzo diario, también nosotros descubriremos que
podemos lograr cosas magníficas.
Podemos cambiar el mundo.
“De alguna manera me hace sentir triste” admití frente a mi
hija.
“Quién sabe qué hubiera podido lograr si me hubiera fijado
un objetivo hace treinta y cinco o cuarenta años atrás y hubiera plantado un
bulbo a la vez durante todo ese tiempo.
Sólo pensar en lo que hubiera podido
lograr…”
Mi hija resumió mi idea según su estilo directo:
“empezá
mañana” me dijo
“No tiene sentido pensar en las horas perdidas de ayer.
La
forma en que aprendemos una lección de celebración en vez de arrepentirnos es
preguntarnos: Cómo puedo poner esto en práctica hoy?”
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