Un campesino poseía una huerta a la que cuidaba con gran atención y
esmero.
Diariamente se encargaba de controlar y atender sus cultivos y, al
regresar a su casa a la caída
del sol, se quejaba de que no había brotado lo suficiente.
Así, día tras día, medía el crecimiento de los brotes, pero tan grande era su ansiedad que, aunque crecieran algunos centímetros, esto resultaba insignificante para él.
del sol, se quejaba de que no había brotado lo suficiente.
Así, día tras día, medía el crecimiento de los brotes, pero tan grande era su ansiedad que, aunque crecieran algunos centímetros, esto resultaba insignificante para él.
Una mañana, no pudo soportar más la espera y levantó de raíz todos los
brotes a medio crecer.
Por la tarde regresó a su casa y, satisfecho de su éxito, le mostró a su
hijo todo lo que había cosechado.
Pero, cuando llegó a la huerta a la mañana siguiente, vio que estaba seca
y sin ningún brote verde.
Desilusionado, en el trayecto de regreso a su casa, comprendió que no
tendría que haber arrancado los brotes, sino que debía haber esperado a que
crecieran para poder utilizarlos en la próxima cosecha.
Ahora debería sembrar todo el campo nuevamente y el proceso sería más
largo aún.
Recordando las enseñanzas del taoísmo, al llegar, le dijo a su hijo:
‘Se debe ejercitar la paciencia
para no interrumpir el
proceso natural del crecimiento.
Si deseamos cosechar algo,
debemos
primero permitirle que brote’.
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