Recuerdo
con cariño a aquel viejo maestro sufí que vivía tras una cortina en una pequeña
mezquita perdida en algún lugar muy al sur de Damasco, donde el Profeta
Muhammad pasó una noche tiempo atrás.
Aquel hombre solamente tenía dos
chilabas, una manta y un rosario. Se levantaba antes del amanecer, realizaba la
oración prescrita y entonaba sus recitaciones para después salir a buscar
ramitas de olivo por las inmediaciones, con las que fabricaba casitas para
pajarillos utilizando algunas cuerdas y mucho amor.
Después bajaba al mercado y, si conseguía vender alguna, tendría para comer él
y todos los que acudieran a la oración del mediodía. Si no vendía ninguna,
ayunaría otro día más.
No aceptaba limosna, aunque algunas personas solían
traerle dátiles, leche y otros menesteres.
¡Ésa era su vida! Cuando rezaba a su
lado, una fuerza arrolladora me hacía llorar como un niño pequeño,
impregnándome de un sentimiento que las palabras no pueden expresar. Cuando me
alejaba, un olor a rosas me acompañaba durante cierto tiempo.
¡Ése era un
verdadero derviche!
Un maestro de vida.
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