Dos
monjes viajeros, el maestro y su joven discípulo, estaban de viaje
hasta que llegaron a un río donde encontraron a una joven mujer. La
mujer estaba preocupada porque tenía que cruzar el río, pero no lo hacía
porque temía la afluencia de agua que en ese momento estaba bajando.
Llevaba en su mano una pequeña bolsa, con hierbas medicinales.
Preocupada por la corriente y por retrasarse en la vuelta a casa, se
dirigió a los dos monjes y les preguntó si la podían llevar al otro
lado.
El joven monje dudó, pero el otro la levantó rápidamente sobre
sus hombros, la llevó al otro lado del río, y la dejó en la orilla.
Ella le dió las gracias y se alejó. El maestro la saludó inclinándose,
uniendo las palmas de sus manos sobre su pecho, como es costumbre en
esas tierras.
Siguieron durante 5 horas viajando, y el joven monje
estaba removido y cabizbajo. Como indican sus enseñanzas, los monjes no
pueden tocar a las mujeres. Incapaz de mantenerse en silencio, finalmente habló.
-¡Maestro, siempre nos has enseñado a evitar cualquier contacto con mujeres, pero tu levantaste a aquella y la llevaste!
-Hermano, -respondió el maestro, con una mirada llena de compasión.-
Hace cinco horas que la dejé al otro lado del río, mientras que tú
todavía la estás cargando.
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