Simón, el Maestro
taoísta, tomó un nuevo examen a sus dos discípulos.
Esta vez, era acerca de
unas técnicas que tiempo atrás les había enseñado.
Ese día, el Maestro se
mostraba, en apariencia, injustificadamente decepcionado, y terminó
desaprobando a Bernardo, el menos aplicado de los dos.
Bernardo, totalmente
furioso, dejó de participar de las clases durante cinco semanas.
Al cabo de ese tiempo,
volvió a su Maestro y lo increpó diciéndole:
-Maestro, todavía sigo
enojado. No entiendo por qué el día del examen me dijiste que debía corregir mi
mirada, cuando me habías enseñado a fijarla en el movimiento para perderme en
él, y eso mismo hice; por eso, no sabía qué corregir. Después me dijiste que
corrigiera mis pies, pero me habías enseñado a mantenerlos separados y eso
hice; por eso, tampoco supe qué corregir. Al rato me dijiste que corrigiera mis
manos, aunque las tenía ubicadas según tus indicaciones, así que otra vez, no
había nada para corregir. Y en ese momento fue tal mi enojo que me desbordé;
por eso, no seguí con el examen y me fui.
Lo peor fue cuando, mientras
me retiraba me gritaste que tenía mucho que corregir.
¿Me puede decir que te
propones?
A lo que Simón respondió:
-De ningún modo estoy
interesado en corregir tus movimientos ni tus posturas. Solo estoy tratando de
ayudarte a corregir tu ego.
Y Bernardo, de
inmediato, comprendió.
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