https://cantardebardo.wordpress.com/2012/07/23/los-caballos-que-no-querian-amo-cuento-colombiano/
En una
hacienda de caña había un caballo color melado, que a fuerza de trabajar y
comer mal, mostraba las costillas y parecía que iba a desarmarse.
Durante la
semana cargaba caña y el domingo traía el mercado del pueblo.
No conocía,
pues, día de descanso.
Por otra
parte, las moscas no le dejaban punto de reposo, revoloteando alrededor de las
mataduras que tenía en el lomo.
¿Comida?
Apenas la
poca yerba que encontraba en el potrero.
Sintiéndose
viejo y enfermo pensó que muy pronto lo matarían para aprovechar su piel.
Había sido
resignado, pero no hasta el punto de dejarse matar después de tanto sufrir.
Resolvió
huir de la hacienda en busca de mejores aires.
Como lo
pensó lo hizo.
Al amanecer
salió al camino y se dirigió al pueblo; no se le ocurrió irse al monte porque
estaba seguro de que por allá irían a buscarlo, mientras que a ninguno se le
ocurriría que estaba en la ciudad.
Era
malicioso el viejo caballo.
Iba medroso
porque creía encontrar enemigos en todas partes.
Al pasar por
la hacienda vecina salió un perro conocido suyo.
‑Ahora, éste
va a contar que me vio y estoy perdido- se dijo para sí.
Resolvió
hablarle con franqueza y contarle que se iba, aburrido de soportar a sus amos.
El amigo le
concedió la razón y le prometió guardar secreto.
Camino
adelante, las moscas empezaron a atormentarlo volando alrededor de sus heridas,
que se habían irritado con el calor.
–No puedo
seguir con este sol tan fuerte- y se internó en el monte vecino; se echó sobre
la yerba.
¡Qué gusto!
¡Cómo se sentía de libre! Se revolcó gozoso y dio grandes relinchos.
Cuando
refrescó la tarde siguió su camino y anduvo gran parte de la noche.
Ya iba por
campos desconocidos para él, que nunca había salido de los límites del pueblo.
Se sintió
trotamundos y se culpó de haber permanecido tanto tiempo en la finca; sólo
ahora sabía lo que era vivir.
¡Qué pastos
tan fértiles y tiernos! ¡Qué arroyos más frescos! Había casas a lado y lado del
camino y se encontraba a cada paso con otras bestias que lo saludaban con un
alegre ¡adiós, camarada!
Era todo tan
agradable y tan fácil.
Ya no le
dolían las heridas y hasta las moscas escaseaban cerca de él.
Avanzada la
noche entró por un potrero hasta cerca de una casa, cuando oyó que varios
caballos conversaban en un pesebre y se acercó.
Se quejaba
uno del mal trato que le daba su amo haciéndole trotar todo el día sin
descanso.
“Melado”,
entonces, le propuso que se fueran juntos y, el otro, ni corto ni perezoso,
aceptó.
Ya eran dos
e iban felices relatándose sus quebrantos.
Servían hoy
a un labriego, mañana transportaban leña, al otro día caminaban; así iban
ganando el sustento y adelantaban camino.
Hicieron
valiosas relaciones y aprendieron cosas útiles.
Primero se
hicieron amigos de un caballo de carreras que los invitó a la pista para que lo
vieran correr.
Los dos
caballos campesinos estaban deslumbrados; jamás habían visto tanta gente
reunida, ni caballos tan enjaezados y que corrieran tan aprisa.
Pero se
alejaron desengañados al comprender la envidia y la rivalidad que existía entre
esos caballos; las gentes los habían dañado prodigándoles elogios.
En un pueblo
donde pernoctaron, trabaron amistad con una pareja de yeguas de tiro que
arrastraban el coche de una anciana señora.
Eran
blancas, gordas, con crines cuidadas y muy presumidas ellas.
Parados al borde
del camino las vieron al día siguiente uncidas a su vara, erguidas y solemnes.
No; tampoco
aquella vida era envidiable por más que las mimaran.
Siguieron
adelante.
En un recodo
se pararon en seco; entre la cuneta había un pobre caballo que no podía valerse;
los generosos amigos lo ayudaron a salir y él les dijo que su amo lo había
abandonado por inútil.
Si el amo
cruel hubiera entendido el lenguaje de los caballos habría huido horrorizado al
saber lo que de él decían.
Siguieron
marchando más despacio para que el enfermo pudiera seguirlos.
Como ya eran
tres, resolvieron ponerse un nombre, repartir el trabajo y ayudarse mutuamente.
“Melado”
escogió para su primer compañero el nombre “Amigo” y el de “Infortunado” para
el último llegado.
Fue “Melado”
el jefe natural porque era el más recorrido e inteligente.
“Amigo” le
ayudaría en todo y sería como su secretario.
El
“Infortunado” no tendría que hacer por el momento sino reponerse.
Corrieron
los días y los tres compañeros fueron por regiones montañosas de donde
descendían grandes corrientes de agua; pasaron ante socavones por cuyos
agujeros salían hombres tiznados; vieron las dragas en las minas de aluvión: se
pararon muchas veces mientras pasaba el ferrocarril y siempre se les volvía
cosa de maravilla que aquél corriera tanto sin necesidad de caballos; caminaron
por la orilla de un gran río y vieron deslizarse por él barcos inmensos; fueron
luego por entre maizales verdes, por sembrados de caña, por platanales
extensos; pasaron más tarde por pastales altísimos, llenos de novillos.
Estaban
embriagados de dicha, cada vez querían conocer más.
Oyeron
nombres de ríos, de ciudades y de regiones.
“Melado”
amaba las montañas porque en ellas había nacido y trepaba ágilmente pero sus
dos compañeros se decidían por los valles, sus años y sus enfermedades no les
permitían subir con la misma agilidad.
Asistieron,
escondidos en el monte, a una cacería de venado y llegaron a interesarse tanto
que casi se delatan con sus relinchos.
Pero todo va
cansando y “Amigo” fue el primero en manifestar que quería radicarse en algún
sitio.
–Tendrás que
tomar dueño, –le dijo “Melado”
–¡Eso
nunca!– contestó el caballo.
–Entonces: ¿cómo piensas vivir?
– ¡Libre!
– ¿Crees que
si el hombre te ve suelto y sin dueño te va a durar la libertad?
– Entonces,
¡huiré!
– Pues
tendrás que vivir huyendo, porque el hombre es igual en todas partes.
“Infortunado”,
que estaba oyendo, intervino:
– Ambos
tienen razón: es bueno tener casa, comida y sitio fijos, pero es tremendo tener
amo.
Podríamos
buscar un refugio a donde el hombre no llegue.
– ¿A dónde
el hombre no llegue? Y qué lejos debe estar ese lugar –repuso “Melado”.
– Pero debe
existir –dijo “Amigo”–. Vamos a buscarlo.
Reanudaron
la marcha.
El hombre
estaba en todas partes; ya era el hacendado, el vaquero, el médico, el leñador
o el militar.
No había
camino por donde pudieran ir tranquilos, monte donde estuvieran seguros o
poblado donde pudieran descansar.
Sentían
siempre que el hombre estaba cerca.
Al fin
divisaron la selva y creyeron que habían llegado al término de su viaje, cuando
les salió al encuentro una yegua que huía.
– De dónde
vienes? –le preguntaron.
– De la
selva; allí hay unos colonos y me maltrataban tanto que tuve que escapar.
– Se miraron
desconsolados.
– ¿A dónde
ir, pues?
– Yo sé a
dónde –dijo la recién llegada–. ¡Síganme!
Trotaron
felices detrás de ella presintiendo la cercanía de un llano, rico en pastos,
con grandes ríos y lejos de los hombres.
Al fin de
varias jornadas se presentó a sus ojos un gran arenal; era el desierto.
– Hemos llegado
–dijo la yegua.
– Pero aquí
no podremos vivir –exclamó “Amigo”–, no hay agua ni yerba.
– Además
–agregó “Melado”– hace un calor insoportable y no veo un árbol que nos dé
abrigo.
– Aquí no
hay vida, todo está muerto, repuso “Infortunado”.
– Pues es el
único sitio en donde no vive el hombre –dijo la yegua.
Los cuatro
amigos se declararon derrotados y se echaron en el límite del campo a esperar
la llegada de un amo.
Cuento colombiano
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viernes, 20 de febrero de 2015
Los Caballos Que No Querían Amo
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