El camarero no tuvo tiempo de volver con la carta una vez
que hubo acomodado a la pareja de la mesa siete. Tan pronto como se sentaron
comenzaron (aunque mejor sería decir continuaron) la discusión que venían
entablando desde que se bajaron del coche en el aparcamiento de aquel lujoso
restaurante.
Marta y Antonio eran un matrimonio joven y bien acomodado.
Se conocieron en los comienzos de su actividad profesional, arrastrados a
compartir horas y horas en el interior del bufete de abogados para el que
trabajaban. Si en un principio sus respectivas siluetas pasaron totalmente
desapercibidas para ambos, poco a poco se fue estableciendo una atracción que
desembocó en una relación intensa y aparentemente duradera. Sin embargo, eso no
era obstáculo para que surgieran, cada vez con mayor frecuencia, disputas que
obedecían en su mayor parte a las causas más absurdas que se podrían imaginar.
Y ese domingo, la decisión de salir a comer a uno de sus locales preferidos no
había sido aprobada por unanimidad... Se encontraban por fin escogiendo el
menú, cuando la polémica elección avivó el fuego de la pelea:
—¿Te parece bonito que hagas esperar al camarero tanto
tiempo para decidirte por un maldito primer plato?
Marta no contestó; en realidad asomó sus ojos por encima de
la carta y movió con desgana a un lado y a otro la cabeza, como negándose a
creer lo que estaba oyendo. Pasados unos minutos, que a Antonio se le antojaron
años, cerró con ímpetu la carpeta y emitió su veredicto al mismo tiempo que
encendía su enésimo cigarrillo de la mañana.
—Deberías tomarte la vida con un poco más de calma, mi amor.
Hoy me he levantado con instinto carnívoro; pediré el “steak tartare” A
propósito, el que espera eres tú, no el camarero…
—No, ¡si al final también tendré yo la culpa de que ese
trozo de carne cruda en trocitos no se encuentre en su punto!
Ambos compartían la afición por la buena mesa y dicho apego
culinario se reflejaba en la pléyade de restaurantes selectos que, al cabo de
los años, habían tenido la oportunidad de visitar, degustando sus platos y
compartiendo veladas verdaderamente entrañables. Además, su estima por la
gastronomía se extendía al interior de su hogar, en el que la cocina y los
libros de recetas eran parte fundamental de su tiempo libre.
—No es necesario que te recuerde que la decisión de venir
aquí hoy ha sido tuya. Por tanto, si la calidad de los platos se encuentra por
debajo de tus expectativas, serás el máximo responsable de la debacle; eso
incluye el “trozo de carne cruda en trocitos” que he pedido, desagradable.
Antonio frunció el ceño y se entretuvo repasando la carta de
vinos. Al fin y al cabo, su besugo al horno se merecía el acompañamiento de un
buen blanco suave y frío, opción que con toda certeza disgustaría a su
acompañante. Pero contaba con algo a su favor: habían decidido que fuera ella
la que por esta vez mantuviese su alcoholímetro a cero, pues el viaje de
retorno a casa así lo recomendaba. Sonrió de modo travieso mientras esperaba
ser atendido.
Lo cierto es que, por una razón o por otra, al final siempre
terminaban mirándose a los ojos, se les escapaba algún “te quiero” y con las
manos entrelazadas disfrutaban en la sobremesa recordando aquella vez que se
les olvidó la cartera en el hotel y no pudieron pagar la cuenta de
ese restaurante japonés, o la noche en un asador en el que el laborioso
camarero terminó desparramando la salsa por encima de aquella camisa blanca que
nunca volvió a ser la misma. Verdaderamente se podía afirmar que esas reuniones
al calor de los platos poseían un gran poder reconciliador y estabilizaban
cualquier pequeña crisis que se atrevía a asomar por entre las patas de la
mesa.
Hace un par de semanas, un amigo poseedor de un negocio del
que nuestros protagonistas se consideraban clientela habitual, me contó que ya
no eran tan frecuentes sus visitas para resolver sus diferencias entre bocado y
bocado de un buen rabo de buey guisado. Si acaso, ocasionalmente aparecía ella,
francamente desmejorada, para ingerir de forma silenciosa y solitaria un
almuerzo rápido y carente de la calidad que ambos exigían en visitas
anteriores.
No pasó mucho tiempo hasta que todos conocimos la verdad.
Una gran espina de pescado atascada entre la faringe y el estómago, terminó por
abrir un boquete y deslizarse hacia alguna cavidad prohibida dentro del tórax
de Antonio. La infección alcanzó tal magnitud que tras varios días de deterioro
ya no se pudo hacer nada por su vida.
Ella sigue manteniendo su hábito de visitar los grandes
santuarios gastronómicos de la zona, pero en su mirada perdida todos aprecian
que el motivo principal de aquellas reuniones no eran las viandas, sino la
compañía inestimable de la persona con la que compartió los momentos más dulces
-y salados- de su vida
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