Un joven
letrado acababa de aprobar las oposiciones de mandarín.
Antes de tomar posesión
de su primer destino oficial organizó una fiesta con sus condiscípulos para
celebrar el acontecimiento.
Durante la velada uno de sus amigos, que ocupaba un
cargo desde hacía algún tiempo, le dio un consejo:
-Sobre
todo, no olvides esto:
la mayor virtud del mandarín es la paciencia.
El
funcionario novato saludó respetuosamente al veterano y le agradeció
cordialmente esta preciada recomendación.
Un mes más
tarde, durante un banquete, el mismo amigo le recomendó una vez más que se
esforzase mucho en la paciencia.
Nuestro joven letrado le dio las gracias con
una sonrisa divertida.
Al mes
siguiente, se cruzaron en los pasillos cubiertos con fieltro de un ministerio.
El veterano agarró por la manga al principiante, se lo acercó de un tirón y le
sopló al oído su sempiterno consejo.
Contraviniendo la acolchada etiqueta que
era de rigor en los edificios oficiales, el otro retiró bruscamente su manga de
seda y exclamó:
-¿Me tomas
por un imbécil o qué? ¡Es la tercera vez que me repites lo mismo!
Mientras un
cortejo de dignatarios indignados se
volvía, el mentor declaró:
-¿Ves?,
hago bien en repetirlo. ¡Mi consejo no es tan fácil de poner en práctica!
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