Hassan había
nacido en el seno de una familia de camelleros, y desde su infancia todo su
universo eran las caminatas por el desierto y los berridos de las reatas
incómodas bajo el peso de las mercaderías.
Una mañana,
cuando arreaba a sus animales, de pronto un destello hirió sus ojos.
Al
aproximarse al lugar del que provenía descubrió un espejito de plata pulida
semienterrado en la arena.
Era un
objeto de hermosa factura y de una calidad inalcanzable para un camellero como
él así que, sintiéndose bendecido por el regalo, lo envolvió con cuidado en la
banda de un turbante y lo guardó en una alforja.
Esa tarde en
el oasis, bajo el frescor de la vegetación que brotaba como un espejismo entre
las dunas calcinadas, Hassan comenzó a abrillantar la plata con mimo.
Al poco le
pareció que del espejo emanaba un murmullo de agua.
Su asombro
no tuvo límites cuando reflejado en su superficie vio el mar, que no conocía y
del que tanto le habían hablado.
Hassan se
zambulló en su visión, y se sumergió cada vez más hondo sin que el esfuerzo ni
la falta de oxígeno le dificultara el descenso.
Su cuerpo,
ahora ligero y flexible, se dejó atraer hacia las entrañas de un mundo que
parecía regirse por leyes muy distintas de las que imperaban en el desierto, un
mundo de sonidos amortiguados y cadencias lentas.
Antes de
tocar fondo vio sirenas, tritones, la silueta espectral de un trirreme roída de
crustáceos, ostras engalanadas de perlas, corales, medusas fosforescentes,
escualos…
Al día
siguiente, una caravana de beduinos encontró el cadáver de Hassan en el oasis.
Sus ropas
estaban cubiertas de sal y algas, y sus ojos se habían vuelto azules.
Cuando los
ecos del cuento se extinguieron en la quietud de la cámara, el primer rayo de
sol aún no asomaba por el horizonte.
Mi amada
había calculado mal el tiempo y esa noche su historia había concluido demasiado
pronto.
Sabedora de
su destino, una lágrima desbordó el kohl que enmarcaba sus ojos de gacela, y al
mirarlos me pareció que por un momento también se habían tornado azules, como
anticipando la inminencia de la muerte.
Pero ya
nunca más habría de temer por su vida, pues el relato del espejo fue el que al
fin enamoró a mi amo perdidamente de Scherezade.
Sin embargo,
mi pobre corazón de esclavo la adoraba en silencio desde hacía muchas noches,
desde el mismo instante en que comenzó a narrar su primera historia con aquella
voz dulce como los dátiles de Samarkanda.
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