Hace mucho
tiempo, cuando los pueblos todavía eran nómadas y la vida transcurría al abrigo
de sencillas tiendas de lona buscando los pastos más adecuados para el ganado,
cruzó el desierto una familia de beduinos.
El Padre,
famoso en la región por su bondad y sabiduría, reunió a todos sus hijos e
hijas, yernos y nueras, nietos y nietas, cargando sus pertenencias sobre los
camellos, y salió a buscar un nuevo destino.
Pero en la
travesía, el camello que llevaba el tesoro que había reunido tras muchos años
de esfuerzo, tropezó y cayó, desperdigándose las joyas sobre la fina arena.
Así, el
hombre, viendo lo sucedido, llamó a su familia y les dijo:
- Mirad,
estos son todos los tesoros que he guardado para vosotros. Que cada cual coja
el que más le guste y se lo quede –
Obedeciéndole,
uno cogió una corona, buscando no obstante el permiso paterno con la mirada.
Otro cogió
un cetro, pidiendo igualmente permiso.
Algunos
tomaron anillos de oro, otros, túnicas de fina tela, gargantillas, pulseras y
demás joyas.
Solamente el
más pequeño de los hermanos permaneció inmóvil al lado del Padre.
Cuando el
hombre se percató, miró a su hijo y le preguntó:
- ¿Por qué
no coges tú también lo que más te guste? –
– Padre –
Dijo el
pequeño
- ¿De veras puedo coger lo que más quiera? –
– Claro,
hijo mío, toma el tesoro que desees –
Entonces, el
pequeño, poniéndose frente a él, lo abrazó fuertemente, acurrucándose en su
regazo, y le dijo:
- Padre, tú
eres mi único Tesoro –
Y el Padre,
tocado en lo más profundo de su corazón, igualmente abrazó a su hijo contra su
pecho sin poder contener las lágrimas.
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