Cierta mañana de enero me hallaba
caminando con mi padre por las playas de Miramar.
Yo debía tener doce años.
Como mi piel nunca se ha llevado bien
con el sol, acostumbraba pasear por la playa a horas muy tempranas.
Siete y media u ocho de la mañana,
para poder disfrutar del mar y el cielo a pleno sin convertirme en un piel
roja.
El mar en las primeras horas del día
es un espectáculo distinto: las aguas son plateadas, y la espuma es más blanca.
El cielo es de un celeste discreto,
como si estuviera apareciendo por primera vez.
La brisa marina es fría, pero es un
frío hospitalario.
Mi padre caminaba silencioso, con las
manos entrecruzadas tras la cintura; y yo zigzagueaba entre los restos de las
olas y la arena húmeda.
De pronto, mi padre se detuvo y vi que
su mirada se clavaba en un punto de la arena húmeda.
Inclinó apenas la espalda y recogió
algo del suelo.
Me lo mostró.
Era una piedra negra.
Una piedra ovalada como un camafeo,
reluciente y lisa.
Era tan negra que parecía la matriz
del color negro, el modelo del que se había partido para luego ir distribuyendo
los matices del negro por el resto de los objetos.
Mi padre me mostró la piedra.
- Tal vez no haya ninguna
piedra como ésta en todo el mundo -dijo-. Está aquí tirada, y a nadie le
interesa. Pero tal vez sea la piedra más negra del mundo, y tal vez no haya
ninguna otra piedra igual. En ese caso, valdría más que el oro.
Yo extendí la mano para que depositara
allí la piedra negra; pero mi padre, con una agilidad que pocas veces le he
visto, llevó su brazo y su mano hacia atrás y lanzó la piedra más allá de las
olas, al centro del mar.
Desde entonces, busco la piedra negra.
Cuando buscaba los útiles, cuando
busco el control remoto, cuando busco una buena historia o cuando busco la
verdad, busco la piedra negra.
¿Y qué significa la piedra negra?
Lo sabré si alguna vez la encuentro.
Marcelo Birmajer
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