Tommy solo tenía seis años y quería tener un reloj de pulsera.
Cuando se lo regalaron por fin, en Navidad, estaba impaciente por enseñárselo a su mejor amigo, Billy.
La madre de Tommy le dio permiso, y cuando su hijo salió de casa le hizo esta advertencia:
- Tommy, ahora llevas tu reloj nuevo, y sabes leer la hora. De aquí a casa de Billy llegas caminando en dos minutos; así que no tienes excusa para llegar tarde a casa. Vuelve antes de las seis para la merienda.
- Sí, mamá -dijo Tommy mientras salía corriendo por la puerta.
Dieron las seis, y ni rastro de Tommy. A las seis y cuarto no había aparecido todavía, y su madre se irritó.
A las seis y media seguía sin aparecer, y se enfadó. A las siete menos diez, el enfado se convirtió en miedo.
Cuando se disponía salir a buscar a su hijo, se abrió despacio la puerta de la calle. Tommy entró en silencio.
- ¡Ay, Tommy! -le riñó su madre-. ¿Cómo has podido ser tan desconsiderado? ¿No sabías que yo me iba a preocupar? ¿Dónde te has metido?
- He estado ayudando a Billy... -empezó a decir Tommy.
- ¿Ayudando a Billy?, ¿a qué? -le gritó su madre.
El pequeño empezó a explicarse otra vez:
- A Billy le han regalado una bicicleta nueva por Navidad, pero se cayó de la acera y se rompió y...
- ¡Ay Tommy! -le interrumpió su madre-, ¿qué sabe de arreglar bicicletas un niño de seis años? Por Dios, tú....
Esta vez fue Tommy quien interrumpió a su madre.
- No mamá. No quise ayudarle a arreglarla. Me senté a su lado y le ayudé a llorar...
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