Dōgo tenía un discípulo llamado Sōshin.
Cuando Sōshin fue aceptado como novicio era
natural que esperara recibir grandes lecciones de su maestro al modo tradicional, como cualquier muchacho recibiría sus lecciones en
la escuela.
Pero Dōgo no
impartió ninguna clase a su nuevo pupilo, ni tampoco le aleccionó verbalmente
sobre nada.
Esto
desconcertó y confundió a Sōshin.
Un día, el
discípulo habló a su maestro:
-Ya llevo un
tiempo aquí, pero desde que llegué no me ha transmitido ni una sola palabra
sobre la esencia de la enseñanza del zen.
Dōgo respondió:
-Desde tu
llegado no he dejado de darte lecciones sobre zen.
-¿Qué clase de
lecciones han sido esas? –le preguntó.
-Cuando por la
mañana me traes un té, lo bebo; cuando me sirves una comida la acepto; cuando
me haces una reverencia te respondo con una inclinación de cabeza. ¿Qué otra
cosa esperas que te enseñe sobre la disciplina del zen?
Sōshin bajó la
cabeza un momento, tratando de desentrañar la sabiduría de tan extrañas
palabras.
Hasta que su
maestro añadió:
-Si quieres
ver, mira directamente y enseguida.
Cuando empiezas
a pensar, dejas de comprender.
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