Una
persona se agota cuando la consideramos un recurso o un espejo. Se agota cuando
nos aferramos, cuando compramos su libertad a cambio de amor. Se agota cuando
se cansa de cargar con nuestras expectativas, cuando se harta de simular para
caber en su rol, cuando ya no puede ser espontánea con nosotros porque está
tratando de acomodarse.
Agotamos cuando nuestro amor o nuestro odio es intenso pero mezquino, cuando
ese amor o ese odio quiere “todas las perdices”, no se contenta con la única
perdiz, la necesaria y la suficiente. Pasa que abusamos de la gente, eso es
agotarlos. Agotamos a una persona cuando la tenemos prisionera de un afecto,
cuando especulamos, cuando usamos la lógica del comerciante, cuando llevamos
una libreta donde apuntamos todas sus faltas y luego vamos, como infames
recaudadores, a cobrárselas. Agotamos si celamos, pero también si descuidamos
al otro.
Agotamos a una persona querida cuando nuestro querer está repleto de
exigencias, cuando hemos hecho contratos, cuando estamos llenos de promesas
incumplidas y cuando la volvemos a atar a una nueva promesa. Agotamos cuando lo
que amamos en el otro es el amor que nos tiene. Una persona se agota si
nosotros, como parte de su historia personal, le infringimos cautiverio, la
arrinconamos a su pasado, no la dejamos ser por nuestros prejuicios, creemos
saber todo de ella y la damos por sentada, despreciamos sus intentos de cambio.
Un guerrero si ama, no agota a su amado. Porque trata siempre de tener ojos
nuevos para la relación, porque hace que fluya creativamente, porque hace
ofrendas y no exige, ni corrige, ni tolera, ni simula, ni amenaza. Un guerrero
cuando ama se da, pero no da lo que no puede, lo que es ilegítimo mantener como
propio en una relación de poder:
SU LIBERTAD.
Diego Galo Ulloa
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