, ávido de
conocimiento, asediaba día tras día a Bankei.
No dejaba de pedirle explicaciones para todos los hechos
del mundo, así como de cada uno de sus palabras y actos.
El maestro, con infinita paciencia, no dejaba de
responder a sus insistentes demandas, pero el discípulo solo encontraba sosiego
durante un breve espacio de tiempo, para volver a la carga al día siguiente.
Finalmente, desesperado, el adepto confesó presa del mayor
desasosiego:
-¡No puedo entenderos, maestro! Entonces Bankei
respondió:
-Acercaros un poco más. El monje obedeció.
-Un poco más adelante. Y el otro volvió a moverse.
De pronto el maestro olvidó su perfecta quietud y exclamó
alborozado: -¡Pero qué bien me entiendes!
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