El joven Ji Chang
admiraba la puntería de un famoso arquero de su época llamado Fei Wei, a
quien tomó como su maestro para aprender el arte del arco y las
flechas.
En el primer día, Fei Wei le dijo:
—Para disparar bien, lo primero que tienes que hacer es saber dominar
tus ojos. Ve a practicar en la forma que puedas con el fin de no
parpadear al mirar un objeto. Cuando llegues a tener tal domino, ven a
verme.
Siguiendo las instrucciones del profesor, Ji Chang volvió a casa y se
recostó al lado del telar donde trabajaba su mujer. Trataba de mirar la
lanzadera que iba y venía sin parpadear. Desde ese día, siempre
acompañaba a su mujer cuando ésta tejía. Tenía los ojos fijamente
puestos en los mecanismos móviles del telar para practicar el dominio de
los ojos. Así transcurrieron dos años. Llegó a tener tal control de los
párpados que aunque se los pincharan con una aguja no parpadeaba.
Creyó que ya había llegado el momento y fue a visitar a Fei Wei y le
demostró el resultado de sus dos años de ejercicio continuo.
El profesor manifestó su satisfacción por lo que había conseguido, pero le dijo:
—Esto no es más que el primer paso de tu aprendizaje. Ahora necesitas
dar un segundo paso que consiste en mirar fijamente las cosas pequeñas
para descubrir todos sus detalles. Cuando lo consigas, ven a buscarme.
Ji Chang se fue a casa y empezó la práctica inmediatamente. Pidió un
hilo de seda a su mujer con el que ató una pulga y la colgó en la
ventana. Se sentó luego al borde de la cama observando el diminuto
insecto varias horas. Así, durante días, semanas y meses enteros no
hacía otra cosa que estudiar el diminuto cuerpo del animal colgado
contra la luz de la ventana. Al principio sólo veía una manchita negra,
que se iba agrandando conforme pasaba el tiempo. Gracias a su empeño, la
pulga crecía de tamaño poco a poco hasta alcanzar para su vista las
dimensiones de una rueda de carro. Cuando salió de casa al cabo de un
año, encontró el mundo desmesuradamente aumentado. Las cosas que
parecían diminutas antes, las encontraba grandísimas con todos los
detalles claramente percibibles.
Fue a buscar al maestro, quien le manifestó su satisfacción diciendo:
—Ya ha llegado el momento de aprender a disparar.
Sólo en ese momento, le enseñó cómo tensar el arco, apuntar y disparar la flecha.
Ji Chang se fue a casa a practicar. Al cabo de tres años, volvió a
buscar al maestro para mostrarle su infalible puntería. Cogió el arco
más duro que había en la casa del maestro, lo tensó fácilmente con una
flecha colocada, apuntó en medio segundo y disparó contra un diminuto
blanco que había a cien pasos de distancia. La flecha atravesó el centro
del blanco. Así lo repitió diez veces con el mismo excelente resultado.
Los curiosos que estaban presentes en el acto aplaudieron con
admiración su puntería. En pocos años, Ji Chang se consagró como el
mejor arquero del reino. Como agradecimiento por la enseñanza, Ji Chang
le llevó un excelente regalo a su maestro y le dijo con gratitud.
—Maestro, estoy muy agradecido por tu enseñanza. Ahora que he llegado a
ser un verdadero arquero, me acordaré de ti siempre con admiración.
El viejo le dijo, sin embargo, algo que Ji Chang no olvidaría nunca en su vida:
—El verdadero arte del arco y flecha es acertar el blanco sin esos
elementos. Es conseguir la gloria sin vanidad y manifestar la gratitud
sin palabras.
Al escuchar esto, Ji Chang volvió otra vez a casa y se encerró. Nunca
volvió a salir públicamente ni volvió a ver a su maestro. Pero los
vecinos decían que en su casa se oían día y noche unos ruidos raros,
algo parecido a ráfagas de viento, o chorros de aire que salían
expulsados por movimientos enérgicos de las manos. Nadie supo si logró
dominar el arma secreta de disparar sin flecha porque el famoso arquero
no lo enseñó a nadie, ni siquiera a su maestro, por evitar la vanidad.
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