Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo,
a orillas de un mar grande y distante, vivía un niño.
Al niño le gustaba su pueblo. Todas las mañanas acostumbraba
caminar por la playa.
Una mañana clara de septiembre salió a caminar más temprano
que de costumbre.
Al cruzar los primeros médanos, lo vio.
Un cielo de estrellas de mar había sido arrojado a la playa.
Las había por miles. Frágiles, sedientas, abandonadas….
Y es sabida su necesidad de agua…
Y lo efímero de su existencia fuera de ella….
El niño caminó sin prisa y sin pausa…
Demasiadas estrellas para poder rescatarlas…
Demasiada pena para poder aplacarla….
Cuando alzó sus ojos, en el horizonte divisó
una confusa silueta que se movía frenética.
Una y otra vez, de la orilla hasta la rompiente,
y de la rompiente a la orilla….
Caminó hacia ella.
El anciano de rostro cansado, pelo blanquecino y paso ágil,
arrojaba estrellas más allá de la rompiente.
Parecía incansable….
Lo dominaba una fuerza interior que conocía las respuestas…….
-¿Qué haces? –preguntó el niño.
-Arrojo estrellas al mar para que no mueran.
La mirada del niño se perdió en la playa.
-¿Para qué? Son demasiadas. Nunca podrás con todas……
El anciano maestro también perdió su mirada y rápidamente
la recuperó en una estrella.
Luego, la tomó entre sus manos y la arrojó con más fuerza.
-Para ella sí tiene sentido.
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