viernes, 12 de septiembre de 2014

Julio


Julio, el padre de Marga, mi amiga de la infancia, era un ladrón de tiempo que desparramaba el botín jugando con nosotras.
Quizás porque había huido de la España franquista sabía lo sabrosa que era la paz de Pigüé. Nosotras, que ignorábamos la dicha de no conocer la guerra, nos aburríamos en el silencio largo y hondo de los domingos de pueblo.
Entonces, él se convertía en mago: nos paseaba en su motoneta, nos sacaba fotos, nos fabricaba puentes de agua mientras regaba las plantas (¿para qué aprendiéramos el difícil arte de atravesar aguaceros sin mojarnos?), nos batía helados, nos inventaba pinturas mágicas, con sus manos de resistencia obrera nos doblaba alambres para que hiciéramos estallar burbujas y nos enseñaba a buscar pequeños objetos que escondía.
Sabría que el tres es un número mágico desde los orígenes de los tiempos, porque las pistas que nos daba eran triples: “frío, tibio, caliente”.
Cada palabra tenía su sabor, su color, su sonido, su aroma, su textura, su registro corporal interno y su kinestesia, la clara certeza del movimiento que estábamos haciendo.
Según nos acercáramos o nos alejáramos del objeto escondido, cada palabra producía una tonicidad muscular diferente.
Registro todavía el tono laxo y desencantado del “frío”, la motivación del “tibio” y la excitación emotiva, el nerviosismo visceral del “caliente” que me sacudía cuando sonaba un molto alegro vivace que repetía intensamente “¡caliente!” “¡caliente!” “¡caliente!”…
Siempre escondía los objetos muy cerca de nosotras, pero olvidábamos una y otra vez este detalle que podría habernos servido para encontrar más rápido o tal vez lo olvidábamos para que volviera a recordarnos que lo que se busca suele estar al alcance de la mano y entonces vale más una mirada corta y profunda que una demasiado larga que no sabe qué anda buscando.
Reivindico a este hombre que cargó el estigma del cobarde por no jurar con gloria morir por su patria.
Reivindico a este valiente que renació de las cenizas de sus muertos, como un gran hombre que me enseñó a desconfiar del aburrimiento, a compartir los desafíos, los intentos y los logros, a buscar siempre cerca lo bien escondido y a descubrir que algunos hombres besan a su esposa delante de los niños sin vergüenza de mostrarles las claves del amor.

Graciela Temperini.

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