En cierta ocasión, le preguntaron a Miguel Ángel Buonaroti cómo había logrado tal nivel de perfección al esculpir el David –para muchos la obra escultórica más perfecta que se haya visto- partiendo de un único bloque de mármol.
La respuesta fue otra de las grandes obras del artista italiano:
“David estaba dentro de ese bloque, yo tan
sólo quité lo que sobraba”.
Es habitual que quienes se acerquen a una disciplina que conecte con lo interno
como Tai Chi Chuan lo hagan con el noble propósito de aumentar su conocimiento,
de sumar información que consideran útil y que, una vez incorporada, pueda
enriquecer su visión del mundo y de sí mismo.
Solemos aprender por asociación.
Evaluamos desde nuestra óptica particular la conveniencia o el agrado que la nueva actividad nos parece despertar.
Buscamos algún punto de familiaridad que
nos permita acomodarnos a un nuevo sitio de equilibrio con cierta seguridad.
Sin embargo, quienes pacientemente hayan persistido y practicado lo suficiente,
pueden encontrarse con un panorama completamente distinto y descubrir que aquél
que evaluaba y procuraba algo más, lejos estaba de hallar lo que buscaba, si no
se reconocía como parte del problema.
Sumar, en estos casos, es equivalente a
restar.
Imitando al genial artista renacentista, la práctica meditativa comienza de a
poco a quitar historias, experiencias atesoradas, visiones recortadas, pequeños
–y no tanto- placeres y dolores, eslabones de una cadena a la que llamamos
identidad y que nos tiene atados a una limitada apreciación de la vida.
Como si sacáramos piedra tras piedra, para descubrir un manantial de agua
fresca.
Como si arrojásemos los sacos de lastre llenos de arena para que el globo
aerostático pueda tomar impulso y acercarse a las nubes.
Aquí, restar es equivalente a sumar.
Quitando lo innecesario.
Dejando libre, como al David, a esa voz que desde hace tiempo viene susurrando
y sólo pide ser escuchada.
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