Era
una niña de ojos grandes como lunas, con la sonrisa suave del amanecer.
Huérfana
siempre desde que ella recordara, se había asociado a un acróbata con el que
recorría, de aquí para allá, los pueblos hospitalarios de la India.
Ambos
se habían especializado en un número circense que consistía en que la niña
trepaba por un largo palo que el hombre sostenía sobre sus hombros.
La
prueba no estaba ni mucho menos exenta de riesgos.
Por
eso, el hombre le indicó a la niña:
–Amiguita,
para evitar que pueda ocurrirnos un accidente, lo mejor será que, mientras
hacemos nuestro número, yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo que
estoy haciendo yo.
De
ese modo no correremos peligro, pequeña.
Pero
la niña, clavando sus ojos enormes y expresivos en los de su compañero,
replicó:
–No,
Babu, eso no es lo acertado. Yo me ocuparé de mí y tú te ocuparás de ti, y así,
estando cada uno muy pendiente de lo que uno mismo hace, evitaremos cualquier
accidente.
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