“La esposa de Chuang Tse murió y
Hui Tzu vino a consolarlo, pero lo encontró sentado, con las piernas cruzadas,
arreglando una desportillada cubeta y cantando. Hui Tzu le dijo:
— Vivisteis como marido y mujer, y ella cuidó de tus hijos. Lo menos que podrías hacer a la hora de su muerte es llorarla debidamente y no ponerte a arreglar esa cubeta, cantando alegremente. ¡Eso no está nada bien!
Entonces le dijo Chuang Tse:
— Es cierto. Cuando ella murió, en verdad que sentí el dolor que cualquiera hubiera podido sentir por su esposa. Sin embargo, después me puse a pensar en su nacimiento y en las auténticas raíces de su ser, antes de que ni siquiera hubiera nacido. E incluso pensé no solamente en el momento anterior a su nacimiento, sino en la época en que su cuerpo ni siquiera había sido creado. Y no solamente en ese tiempo en que su cuerpo no había sido creado, sino en un tiempo anterior, en el mismo inicio de su soplo vital. Pensé después en el maravilloso misterio que le fue concedido con el soplo vital. Ese soplo vital logró la transformación necesaria para que llegase a tener un cuerpo. El cuerpo experimentó toda una serie de transformaciones para que pudiera nacer. Ahora se ha producido una nueva transformación y está muerta. Ella es como el curso de las cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno, que se suceden unas a otras. Ahora ella se encuentra en paz, yaciendo en su cámara mortuoria, pero si yo fuera tan lacrimógeno que me pusiese a llorar, ciertamente daría la impresión de que no comprendo la senda del destino. Por eso mismo he dejado de condolerme” (XVIII, 253-254).
— Vivisteis como marido y mujer, y ella cuidó de tus hijos. Lo menos que podrías hacer a la hora de su muerte es llorarla debidamente y no ponerte a arreglar esa cubeta, cantando alegremente. ¡Eso no está nada bien!
Entonces le dijo Chuang Tse:
— Es cierto. Cuando ella murió, en verdad que sentí el dolor que cualquiera hubiera podido sentir por su esposa. Sin embargo, después me puse a pensar en su nacimiento y en las auténticas raíces de su ser, antes de que ni siquiera hubiera nacido. E incluso pensé no solamente en el momento anterior a su nacimiento, sino en la época en que su cuerpo ni siquiera había sido creado. Y no solamente en ese tiempo en que su cuerpo no había sido creado, sino en un tiempo anterior, en el mismo inicio de su soplo vital. Pensé después en el maravilloso misterio que le fue concedido con el soplo vital. Ese soplo vital logró la transformación necesaria para que llegase a tener un cuerpo. El cuerpo experimentó toda una serie de transformaciones para que pudiera nacer. Ahora se ha producido una nueva transformación y está muerta. Ella es como el curso de las cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno, que se suceden unas a otras. Ahora ella se encuentra en paz, yaciendo en su cámara mortuoria, pero si yo fuera tan lacrimógeno que me pusiese a llorar, ciertamente daría la impresión de que no comprendo la senda del destino. Por eso mismo he dejado de condolerme” (XVIII, 253-254).
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