” Y ahora os contaré – decía paseando despacio Hisae
Izumi de un lado a otro de su cuarto – os contaré en esta noche cómo conocí
a mi primer amor, Kiromi Kastase, el hacedor de espadas o espadero, el
que tenía su taller a las afueras de Kyoto.
¿Queréis que os cuente mi amor por él?”
Y Hisae miraba a todos y hacía una pausa.
“Estaba yo una tarde de otoño sentada ante un
recodo del río Katsura, un río que como sabéis es famoso por sus rápidos
y por su impulso, cuando vi clavada en el lecho del río, muy cerca de mí, casi
en la orilla, una espada brillante a la que acariciaba el agua que fluía. Era
una espada grande, de enorme empuñadura, y el borde afilado de su hoja era
rozado continuamente por las hierbas que arrastraba la corriente. Me sorprendió
verla clavada allí. Me levanté para verla mejor y de repente la fuerza del río
hizo caer a aquella espada y la hizo tenderse horizontal sobre las aguas y su
hoja comenzó muy lentamente a bajar bajo el sol, sin hundirse; comenzó
lentamente a bajar muy cerca de la orilla, y bajaba como un lento y afilado
barco plateado que fuera reflejando en su vientre los rayos del sol. Bajaba tan
mansamente aquella espada que, fascinada por su brillo, comencé a seguirla con
los ojos y con mis pasos y caminé muy cerca de ella por la orilla, sin perderla
de vista, fijándome sobre todo en aquella enorme empuñadura, en aquella cruz
repujada con extraños signos. Y de repente aquella espada desapareció. Ya no la
vi. Los rápidos del Katsura la envolvieron y la hicieron girar y dar
vueltas hasta que fue tragada por la corriente. Se la llevaron las aguas río
abajo.”
Y Hisae se detenía:
“¿Qué queréis que os diga? Ese fue el principio. El
principio del conocimiento de mi primer amor. ¿Qué sucedió mientras tanto,
desde que vi esa espada hasta que le conocí a él? No lo sé. No puedo contarlo.
Hay cosas que no pueden contarse porque no tienen historia, carecen de
historia, son como nuestras vidas y las mías sin historia muchas mañanas y
muchas tardes. Las tardes y las mañanas sin amor no suelen tener historia y
pasan como horas del reloj con el movimiento del péndulo. Yo muchas veces, al
no tener amor, me acercaba al péndulo del reloj de mi casa y me ponía a
observarlo por ver si me decía algo.
Aquel latido del péndulo iba de aquí para allá, de
derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de allá para aquí lentamente, de
aquí para allá monótonamente y yo me quedaba de pie ante él, con mi kimono de
seda amarilla, observando una lámpara que iluminaba al reloj. El globo de
aquella lámpara seguía el moverse de la lengua dorada del tiempo yendo y
viniendo siempre, yendo y viniendo sin decirme nunca nada, no, nunca me dijo
nada aquel péndulo, nunca me anunció el día en que debía enamorarme. Pero me
enamoré. Una tarde (y ahora veo que ya prestáis más atención, que os removéis
en vuestros asientos – sonreía -; siempre que se empieza así: “una mañana” o
“una tarde” parece como si se abriera una puerta y fuéramos ya hacia delante
preguntándonos, “¿y ahora qué nos irá a contar?”), pues bien, una tarde como os
digo, vagando yo por las afueras de Kyoto, entré por curiosidad en un
taller de espadas. Me intrigaron las plegarias escritas en papel de arroz que
colgaban de cada espada ya desde la puerta y fui leyéndolas una a una sin darme
cuenta de que cada vez avanzaba más hacia el interior. Allí de pronto, en lo
más profundo del taller, me encontré con cinco hombres vestidos con kimonos
blancos que parecían sacerdotes. Ejercían un sacerdocio propio, el de los
hacedores de espadas, como me enteraría después. Estaban concentrados en su
tarea como si fuera un oficio religioso y no notaron la sombra de mi kimono
decorado con hojas tostadas, unas hojas grandes que ocupaban la seda de mi
vestido hasta los pies. Quedaban iluminados los cinco hombres de los kimonos
blancos por el rojo violento de la forja encendida y yo, que he amado desde
niña la sombra, me desplacé poco a poco hacia un lado con mi kimono de hojas
tostadas procurando no distraerles ni hacer el menor ruido. Sólo se oían al
fondo los golpes del martillo sobre el hierro y el bullir de un caldero de
aceite y de agua en un rincón. Y entonces vi la espada. Estaba sobre una
especie de altar y encima de ella había un cartel que ponía “Se pulen almas”, y
debajo aparecía, horizontal y brillante, la espada del río. “Sí – oí de pronto
una voz grave y hermosa detrás de mí – “Se pulen almas”. Me volví y allí estaba
un hombre joven, Kiromi Kastase, aunque yo no conocía aún su nombre.”
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