Hace muchísimos años, al pie de las montañas Wuzi o cinco dedos, vivía
un hombre que tocaba maravillosamente la flauta de bambú. Tan bien
tocaba que la oropéndola no se atrevía a competir con él, el mirlo no
entonaba tan bellas melodías y ni siquiera la alondra trinaba con tan
rica sonoridad. Cuando empezaba a tocar la flauta, los pájaros se
detenían en pleno vuelo, los campesinos
que labraban la tierra, dejaban sus faenas; los ancianos se sentían
rejuvenecer y los niños saltaban de alegría... Y tan hermosa era su
música que la gente creía que había bajado del cielo, por lo que le
apodaron “Hombre que toca la flauta celestial”.
Un día, el
Rey-Dragón del Mar del Sur agasajó a las divinidades con un banquete en
la playa. Ocho mil genios con ricas ropas exóticas charlaban y gozaban
bebiendo en torno del anfitrión, que llevaba un hábito ceñido con un
cinturón de jade. Y precisamente aquel mismo día de la fiesta, después
de haber andado diez días y diez noches, el “Hombre que toca la flauta
celestial” llegó a la playa para pescar. Tendió la red sobre el mar
apacible, se sentó sobre una piedra limpia y lisa y comenzó a tocar la
flauta. En ese mismo instante, cuando el Rey-Dragón levantaba la copa
para brindar con sus huéspedes, oyó un sonido tan maravilloso como nunca
había creído oír. Todos y cada uno de los dioses se quedaron en
suspenso, incluso se olvidaron de las mesas repletas de manjares y
dejaron caer sus copas de jade. El hombre de la flauta no sabía ni podía
imaginarse que, en aquel momento, tantas divinidades estuvieran
escuchando cómo tocaba su flauta. Y los dioses, por su parte, estaban
persuadidos de que quien así la tocaba sin duda debía de haber
descendido del cielo superior al mundo humano.
Tanto le gustó
al Rey-Dragón el sonido de aquella flauta que quiso encontrar al
ejecutante para que enseñara a su hijo a tocar el instrumento. Y,
siguiendo la dirección de donde venía el sonido, halló al hombre, el
cual recogió su red, metió la flauta en su ancho cinturón y siguió al
Rey-Dragón hasta su palacio.
Ya habían pasado tres años y el
hijo del Rey había aprendido a tocar la flauta de bambú, por lo que el
flautista, que añoraba mucho su familia y su pueblo, le rogó al padre
que le dejara volver a casa. El Rey agradecido se lo concedió y le
indicó a su hijo que acompañara al maestro para que escogiera dos
regalos -los que quisiera- del tesoro real. Había allí piedras preciosas
rojas, amarillas, azules...; lingotes de oro resplandecientes, y
centenares de miles de valiosísimos objetos. El flautista recorrió
detenidamente el salón del tesoro del Rey Dragón y, al ver una cesta
cilíndrica hecha de tiras de bambú, pensó: “Este utensilio me puede
servir para guardar los camarones y peces que pesque”. Lo tomó y lo
sujetó al cinturón. Después, en un armario, descubrió una capa para la
lluvia y reflexionó: “Con esta capa puedo ir a la playa a pescar incluso
en días de lluvia y viento”. Y éste fue el segundo y último regalo que
escogió.
Al salir de la sala del tesoro acompañado del hijo del Rey-Dragón, éste, muy intrigado, le preguntó:
-¿Por qué has escogido estos objetos tan sencillos entre montones de oro y plata, perlas y piedras preciosas?
El maestro le contestó con una sonrisa:
-El oro y las piedras preciosas se gastan y desaparecen. En cambio, con
esta cesta de bambú y la capa para la lluvia, puedo ir de pesca todos
los días y, con los peces que pesque, nunca pasaré hambre.
Pero
cuando regresó a su casa y fue por vez primera a pescar, descubrió que
aquellos dos regalos eran realmente dos objetos maravillosos. Al volver
de la pesca el cesto de bambú siempre rebosaba de relucientes peces, y
la capa, desplegada, lo llevaba volando hasta el Mar del Sur, al lugar
de la pesca.
De esta manera, con el cesto de bambú y la capa
para la lluvia, llegó volando a las montañas Cinco Dedos y, tan pronto
como tocó su flauta, el sonido se extendió por el firmamento y el mundo
entero rebosó de júbilo y alegría.
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