A
todos nos abandonaron un día. Y cuando digo abandonar, no me refiero sólo a un
acto extraordinario.
Traumático.
No. Es más simple. Pero duele igual.
A
todos nos abandonaron en el medio de un quilombo.
En el
inicio de un proyecto.
En el
placer del logro cumplido.
En el
momento menos pensado.
En el
momento más esperado.
A
veces pasa, que te das vuelta y no tenés quien te junte los mocos, quien te dé
la palmada en la espalda, quien te guiñe el ojo cuando algo te salió bien y
quien te limpie las rodillas cuando te fuiste al pasto.
Todos
sabemos de la soledad que se siente cuando nos sentimos solos.
Porque
todos fuimos abandonados un día.
Y
entonces, encontramos un secreto tristísimo, un acto paliativo, para tapar ese
pozo.
Vemos
gente que se come la angustia tragándose un paquete de cigarrillos,
el
otro que corre y corre como un loco a ver si el viento en la cara le vuela ese
agujero en el pecho.
Personas
que se comen las uñas junto con los nervios y la ansiedad paralizante.
Paquetes
de galletitas que van a parar a la boca sin noción de que lo que se intenta
matar, no es el hambre.
O por
lo menos , no ese.
Pibes
que se perforan la nariz y las venas, con alguna que otra cosa que lo pase a
otra realidad por un par de horas.
El
otro se pone a jugar lo que no tiene.
Vos
comprarás compulsivamente cosas que no necesitás, para sentirte un poco vivo
por un instante.
Y yo
me quedaré mirando una película, que me habilita disimuladamente a llorar
mirando afuera, lo que no tengo ganas de mirar adentro.
Es
que somos tan jodidos con nosotros mismos que cuando peor estamos, es cuando
más nos castigamos.
Porque
todo eso que te comés, te come a vos.
Te
pone peor.
Te
suma al abandono, la culpa de hacer algo que sabés que no es genuino.
Que
no es lo que querés.
No
comés así por hambre.
No
corrés por deporte, cuando te estás rajando de vos.
No te
intoxicás por placer.
No te
acostás con esa mina por amor.
Tapás.
Escondés.
Tirás
abajo de la alfombra.
Cerrás
los ojos.
Te
ponés un bozal y un par de auriculares para no escuchar tu corazón.
Date
cuenta.
Te
estás comiendo a vos.
Y
quizá, el secreto esté en frenar.
En
sentir.
En
recordar, que en ese abandono lo que te falta, es lo que tenés que buscar.
Amor.
Quizá
sea hora de pedir ese abrazo.
De
acostarte en las rodillas de tu mamá.
De
poner la pava y llamar diciendo, sí, te juro que te necesito.
Es
ahora.
Después
no.
Ahora.
Andá
a esa casa.
Hablá
con quién te escucha.
Llorá.
Gritá.
Decí.
Vomitá.
Pedí.
Da.
Ahora.
Hacer
malabares, en medio del despelote, no tiene más que un resultado despelotado.
Resultado
que no va a curar la herida que te sangra, porque le estás metiendo una curita.
Y las
curitas no curan.
Las
curitas tapan.
Y vos
sabés muy bien que el dolor tapado no es dolor sanado.
Pará
un poquito.
Mirá
en el espejo de tu alma.
Frená.
Mirá
lo que te falta y salí a buscarlo en dónde creas que lo puedas encontrar.
De
verdad.
No
revolotees como mosca en platos vacíos.
Pedí
lo que necesitás si ves que solo no podés.
Porque
no hay peor abandono que el que se hace a uno mismo.
Con
eso no se juega.
No
tenés derecho.
Gabriel Rolón