Cuando un lobo va perdiendo la pelea
contra otro lobo y entiende que ya no tiene posibilidades de ganar, el lobo
perdedor ofrece apaciblemente la yugular al oponente, como si dijera:
‘Perdí, acabemos con esto de una vez’.
Sin embargo, en ese momento tiene
lugar lo increíble.
El lobo ganador, inexplicablemente, se
paraliza.
Una fuerza milenaria le impide matar al que desde la humildad reconoce la derrota.
Una fuerza milenaria le impide matar al que desde la humildad reconoce la derrota.
Algún mecanismo primario, incrustado
en el ADN o más allá de él, se dispara en el lobo ganador y le recuerda que la
especie es más importante que el placer de eliminar al contrincante.
¡Qué maravillosa relojería instintiva!
Nadie llamaría cobarde al lobo que se entrega, ni conmiserativo al que se paraliza, simplemente el milagro ocurre.
Nadie llamaría cobarde al lobo que se entrega, ni conmiserativo al que se paraliza, simplemente el milagro ocurre.
Ni vencedor ni vencido.
Ambos lobos se alejan y la rueda de la
vida continúa.

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