El mate (llex paraguayensis),
para quienes aún no lo sepan, es un caldo infame, amargo y asqueroso,
que se toma en Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile y algunos países más.
Consiste, técnicamente, en una especie de calabaza a la que se deja
secar, se le practica un agujero en la parte superior, se cura por
dentro con malas artes de hechicería casera, y, una vez lista, se
rellena con un pasto espantoso llamado yerba mate, se le clava una bombilla,
que viene a ser como una pajita, pero de metal, y se le echa agua
caliente – casi hirviendo, pero no hirviendo -, para sorber luego por la
bombilla y escurrir el líquido, pudiendo así repetir la operación muchas veces con la misma yerba.
Su sabor no es más agradable que su aspecto. Personalmente, un sorbo
pequeño me produce arcadas instantáneas, y una enorme necesidad de
vomitar. Se bebe en grupos, pasando el mate de mano en mano,
todos de la misma bombilla, que, además de ser depositaria de los restos
biológicos de todos los participantes de la rueda, quema los labios,
produciendo una sensación sumamente desagradable. Es diurético, y
favorece el tracto intestinal, por decirlo de manera fina. Vamos, que es un milagro que, cuando hay mate, no se peleen todos a golpes de puño por ir primeros al baño.
En Argentina y Uruguay, sobre todo, el mate es mucho más que una infusión para beber en grupo. Es una seña de identidad. Todo el mundo toma mate.
Lo toman por las calles, en casa, en la oficina, en la vida privada y
en la pública. Es normal, a nadie le llama la atención ver a una persona
rellenando una calabaza con un termo de agua caliente a intervalos
regulares, para aspirar después por un tubo de metal, produciendo un
sonido gorgoriteante, grosero y vulgar. Los Uruguayos, incluso, mucho
más aficionados al mate en la vía pública que los Argentinos, han desarrollado la sorprendente habilidad de llevar el mate
en la mano izquierda, y simultáneamente sostener el termo entre el
bíceps y la musculatura pectoral, con el mismo brazo, de tal manera que
la mano derecha queda libre para realizar operaciones mundanas, y el
grupo motor del lado izquierdo superior se encarga de suministrar mate regular y precisamente, al ritmo necesario para el organismo.
Desde mi más temprana adolescencia, escuché esa pregunta unas catorce millones de veces. Mi disgusto por el mate
fue una cruz escarlata en el pecho. Me transformó en la deshonra de mi
tierra oriental, y me obligó a dar explicaciones reiteradas sobre el
mismo tema: “Es que no tomo infusiones, a menos que sean de grano molido.” Es decir, café.
Ser Uruguayo y no tomar mate es como ser Mexicano y no tomar
tequila, o ser Valenciano y que no te guste la paella, o ser Chino y…
lo que sea que hagan la gran mayoría de los Chinos. Es una traición a la
patria, es la negación más vil de los orígenes, y motivo de condena
moral por parte de la población civil. Una vez, hasta me quisieron
entrevistar de un conocido matutino. “Uruguayo que no toma mate vive escondido en pleno centro de Buenos Aires.”
Por supuesto, me negué, alegando el deseo de permanecer en el
anonimato, y solamente confesar mi deficiencia congénita a mis amigos
más íntimos.
Contra lo que muchas de las personas que me conocen piensan, no tomar mate no me privó de conocerlo, de aprender sus secretos y sus rituales, de saber que los Uruguayos lo toman sin palo y los Argentinos lo toman con palo, mientras, a gritos, se acusan unos a otros de hacerlo mal; de estar presente en las rondas interminables de mates
giratorios, ayudándolo a circular, pasándolo entre manos cercanas,
entre personas agrupadas con razón o sin ella, alrededor de un fuego o
de una mesa, siempre, siempre, entre amigos.
Y es que el mate, además de ser un jugo horrible, cumple una función social única. El mate se toma en grupo, mano a mano, boca a boca, con miradas a los ojos. El mate se comparte, sí o sí. Se hace una rueda, y el cebador, que no es otro que el encargado de meterle el agua, ceba un mate y lo pasa a la persona a la que le toca, de mano en mano. Esa persona se toma el mate, y entonces la bendita calabaza hace el camino inverso, para que el cebador
vuelva a llenarla y le toque el turno al siguiente, y así hasta que se
acabe el agua o el cuerpo aguante. Mientras tanto, se charla en ronda.
El mate rueda de mano en mano, y nadie lo agradece. Pero no por mala educación, sino porque estar sentado en una rueda de mate, aunque, como yo, no tomes, significa ser aceptado por el grupo, quiere decir que estás entre amigos, que las personas en esa rueda aceptan, tácitamente, poner sus labios donde pusiste los tuyos. Estar en una rueda de mate, entre otras cosas, significa que esas personas te quieren y aceptan, sin necesidad de decirlo en voz alta.
Y cuando una de las personas de la rueda no quiere más, al aceptar el último mate, al devolver la calabaza a la rueda, entonces dice, por primera vez desde que comenzó el ritual, “gracias”. Eso significa que en la rueda siguiente ya no beberá. El cebador lo registra, y sin decirle nada, comienza a saltearlo en las ruedas siguientes. Pero lo que se agradece no es el mate, porque el mate es eso que se da entre amigos, y que no necesita agradecimiento, ni genera deudas. El mate es amor del más simple, el amor de sentarse unos junto a otros y compartir una intimidad de acero y agua caliente, de yerba, manos, ojos y bocas. Se dice gracias, simplemente para que los demás sepan que son tus amigos, aunque no haga falta.
A mí no me gusta el mate, pero adoro todo lo relacionado con
su ritual, con su magia indígena, con su hermandad instantánea y fugaz,
con la invitación a ser parte de algo especial que siempre trae.
Otra de las versiones del mate es entre dos, cuando encontrados en la calle por casualidad, o haciendo planes por teléfono, uno le dice al otro: “¿Te venís a casa a tomar unos mates?”. Mis amigos más cercanos, que saben perfectamente que no me gusta el mate,
me han invitado miles de veces, y lo siguen haciendo. Y yo, cuando aún
vivía en Buenos Aires, lo hacía también. Lo hacíamos porque esa frase, “¿Te venís a casa a tomar unos mates?”, significa en realidad otra cosa, y debe leerse de otra manera. Cuando alguien te invita a su casa a tomar unos mates, lo que en realidad está diciendo es que quiere celebrar la amistad, la letra subyacente es: “No
hace falta ninguna razón especial para que vengas a mi casa, ni
necesitamos que haya asuntos que tratar, ni inventar ninguna excusa para
vernos”. Invitar a alguien a pasarse por casa a tomar unos mates
es, definitivamente, reconocer en voz alta la seriedad de una amistad,
es certificar, sin necesidad de decirlo, el amor que une a dos personas,
las ganas de verse porque sí, nomás, porque se disfrutan el uno al
otro.
Por eso hoy, que en Argentina es el día del amigo, estando tan lejos, me levanté a las siete de la mañana necesitado de mate. Metí en mi pantalla mi yerba personal de palabras, acentos, puntos y comas, y con el agua destilada de mi nostalgia profunda, cebé este mate pequeñito, lavado y mal hecho, pero cebado con
todo el amor del que soy capaz, para meterlo en una ronda enorme que de
la vuelta al mundo, y hacerlo circular entre mis amigos, que están
lejos, y entre todos los que quieran sumarse a la ronda, cerca, lejos o
aún más lejos, con las manos, con los ojos, con los labios.
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