Yo volvía de cazar y caminaba por una avenida del parque.
Mi perro corría delante.
De pronto, se puso al acecho y empezó a avanzar cautelosamente, como si hubiera olfateado una presa.
Miré adelante y vi a un polluelo de gorrión, de pico amarillo y plumón en la coronilla.
Se había caído del nido, un fuerte viento balanceaba los abedules del parque y se había quedado ahí, inmóvil e indefenso, ahuecando sus incipientes y diminutas alas.
Mi perro se aproximaba a él lentamente cuando, de pronto, de un árbol cercano cayó como una piedra un gorrión adulto, de negra pechera, plantándose ante el mismísimo hocico de mi can, y desencajado, con las plumas hirsutas, piando lastimera y desesperadamente dió un par de saltos en dirección a aquellas fauces abiertas y dentudas. Se lanzó a salvar a su criatura, a protegerla con su cuerpo, mientras todo su diminuto ser temblaba de miedo, su vocecilla se quebraba y enronquecía, petrificado de espanto, estaba dispuesto a sacrificar su vida. ¡Qué enorme y monstruoso debía parecerle el perro!
Y a pesar de ello, fue incapaz de permanecer en su rama, tan alta y tan segura.
Una fuerza mucho más poderosa que su propia voluntad, lo había arrojado al suelo.
Mi Trésor se detuvo y retrocedió.
También él reconoció esa fuerza.
Me apresuré a llamar al avergonzado can y me alejé, lleno de veneración.
Sí, veneración, no se rían de mí: sentí veneración ante aquel diminuto y heroico pajarillo, ante su arrebato de amor. El amor, pensé, es más fuerte que la muerte y que el temor a la muerte.
Sólo el amor mantiene e impulsa la vida
Iván Turguénev
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lunes, 30 de octubre de 2017
El Gorrión
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