Mi Maestro relataba cómo, estando junto a su Gran Maestro,
éste era capaz de conducirle por regiones espirituales, de las cuales, si les hablara
de ellas, me tomarían por loco.
No obstante, antes de emprender estos viajes del espíritu,
siempre le advertía que debía abandonar todo rastro de orgullo e individualidad
si realmente deseaba alcanzar las regiones más elevadas.
Pasó el tiempo y, cierto día, adivinando su estado del alma,
su Maestro le miró fijamente, reprochándole que todavía no se hubiera
desprendido de todo su orgullo.
A lo que mi Maestro repuso:
- Es cierto, todavía sigo sintiéndome orgulloso de tenerle a
usted como Maestro y de inclinarme y postrarme ante Dios, tal como ordena
nuestra religión.
Entonces su Maestro le sonrió y ya no volvió a decirle
nunca nada más a este respecto...
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