Yo tuve un perro viejo que me enseñó sobre la vida.
Vivía desde hacía unos 14 años en un estacionamiento, dormía en el piso frío, a veces a la intemperie, comía cuando alguien le arrimaba algo y les tenía pánico a las personas.
Vaya uno a saber cuántas veces le pegaron, jamás le habían hecho una caricia, mordía a cualquiera que osara acercársele.
Un buen día, el casero del estacionamiento se fue y lo dejó abandonado otra vez, el portón cerrado, bajo la lluvia.
Comencé a alimentarlo, me gruñía, y hasta intentó morderme.
Yo vivía cerca, entonces empezó a comer en casa y luego entró.
Cuando me mudé lo traje, ya se dejaba tocar y hasta pedía alguna caricia, estaba conociendo el amor.
Y de pronto se volvió mi sombra, viejito, ciego, sordo, casi sin olfato, me seguía, pegadito a mis talones, me recibía con sus grititos de viejo caduco, se fregaba como un gato en mí y dormía a mi lado siempre.
Me buscaba como un radar por toda la casa y cuando yo salía, él se encargaba de proporcionar un espectáculo de verdaderos escándalos, gritando por mí.
Entonces aprendí que nunca es tarde para amar sin reparos, que por más que la vida haya golpeado, el corazón sigue intacto, que la capacidad de sentir cosas buenas es una inagotable fuente de felicidad.
Aprendí con mi perro viejo que se puede confiar, él me enseñó eso cuándo empezó a dejarse acariciar por extraños, (aun habiendo sido maltratado por otras personas).
Mi perro viejo se fue hace unos días, sigo llorando su muerte, sigo buscándolo al lado de mi cama, en las madrugadas estiro mi brazo para acariciarlo, y ya no está.
¿Cómo olvidar la suavidad de su pelaje?
¿Cómo no recordar su hociquito húmedo acariciándome? ¿Cómo olvidar su nobleza, su lealtad y su amor incondicional hacia mí?
¿Cómo dejar de amarlo?
Recuerdo sus últimos días, maltrecho, dolorido, cansado, y aun así, me buscaba por todos lados.
Lo despedí con toda la tristeza y el dolor que uno puede sentir al perder un gran amor, pero habiendo cumplido la promesa que le hice cuando lo traje: que nunca jamás lo iba a abandonar, ni dejarlo sin asistencia, que ya no dormiría a la intemperie una noche siquiera y no volvería a sentir hambre. Cuando se estaba yendo, lo abracé y le dije que siempre, siempre lo voy a amar, y que sobre todo, iba a sentir su falta cada día de mi vida.
Me enfurecí y despotriqué contra la muerte, él vivió sólo un año y nueve meses rodeado de cariño, no es justo, contra los catorce que vivió casi abandonado a su suerte.
Pero también le agradecí toda la entrega pura y noble que me dio y más que nada, la gran lección que me enseñó sobre la vida, la esperanza y el amor.
Natalia Villamil Odriozola.
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