Un amigo mío,
hombre superior, considera que la eternidad es una mañana; y diez mil años, un
simple parpadeo.
El sol y la
lluvia son las ventanas de su casa.
Los ocho
confines, sus avenidas.
Marcha, ligero y
sin destino, sin dejar huella: el cielo por techo, la tierra por jergón.
Cuando se
detiene, empuña una botella y una copa; cuando viaja, lleva al flanco una bota
y una jarra.
Su único
pensamiento es el vino: nada más allá, más acá, le preocupa.
Su manera de
vivir llegó a oídos de dos respetables filántropos: uno, un joven noble, el
otro, un letrado de fama.
Fueron a verlo y
con ojos furiosos y rfechinar de dientes, agitando las mangas de sus trajes, le reprocharon vivamente su
conducta..
Le hablaron de
los ritos y las leyes, del método y el equilibrio; y sus palabras zumbaban como
enjambre de abejas.
Mientras tanto,
su oyente llenó una jarra y la apuró de un trago.
Después se sentó
en el suelo cruzando las piernas, llenó de nuevo la jarra, apartó su barba, y
empezó a beber a sorbos hasta que, la cabeza inclinada sobre el pecho, cayó en
un estado de dichosa inconsciencia, interrumpido sólo por relámpagos de
semilucidez.
Sus oídos no
habrían escuchado la voz del trueno; sus ojos no habrían reparado en una
montaña.
Cesaron frío y
calor, alegría y tristeza.
Abandonó sus
pensamientos.
Inclinado sobre
el mundo, contemplaba el tumulto de los seres y de la naturaleza como algas
flotando sobre un río.
En cuanto a los
dos hombres eminentes que hablaban a su lado, le parecieron avispas tratando de
convertir a un gusano de seda.
Octavio Paz
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