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La miraban caminar entre los árboles, haciendo crujir la hojarasca igual que cereal entre los dientes. La veían salir de su choza todas las mañanas, con un vestido blanco y pulcro que la hacía parecer una paloma gigante, acompañado de un velo igual de blanco sobre la cabeza, como la punta nevada de una montaña. Siempre llevaba un muñeco en el regazo, al cual arrullaba como si estuviera vivo. Era la habitante incómoda del pueblo, la vecina a la que le achacaban cualquier rareza o fatalidad ocurrida en el lugar. Los adultos evitaban pasar por su choza y los niños acudían a los alrededores para demostrar su valentía. Nadie le hablaba, pero todos creían saber la verdad sobre ella. Contaban que se volvió loca y que hasta la fecha le seguía llorando a un niño que jamás pudo nacer. Contaban que su soledad dolía solo de acercarte, por eso nadie lo hacía; hasta que una fría mañana una niña audaz le demostró a sus amigos que no tenía miedo. Abordó a la mujer de blanco mientras deambulaba y le habló con tono impertinente. —¿Por qué sacas a pasear ese muñeco? Sabes que no está vivo, ¿verdad? Una voz infantil respondió a su pregunta. —Soy yo quien la saca a pasear a ella, y es ella quien ya no está viva. Entonces, tanto el velo como el vestido se desplomaron hacia el suelo, mostrando que ningún cuerpo habitaba debajo. La niña salió corriendo despavorida mientras el muñeco lloraba tristemente. Santiago Pedraza Foto: Christopher Mckenney |
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