-Te
doy el nombre de Pandora, ¡oh, graciosa doncella! -dijo Zeus-.
Tu
nombre significa la mujer “de todos los dones”.
A
los que acabas de recibir añado éste mío.
Se
trata de éste cofrecillo que llevarás contigo cuando bajes a la Tierra.
Contiene
todos los males que pueden hacer llorar, sufrir, destrozar a los hombres.
Guárdate,
pués, de abrirlo por nada del mundo.
Si
lo hicieras, los males se esparcirían por la Tierra, mientras que aquí
permanecerán encerrados, eternamente presos, sin que puedan perjudicar a
nadie...
La
curiosidad de Pandora, poco a poco, empezó a inquietar su pensamiento.
¿Qué
contenía el precioso cofrecillo regalado por Zeus?
¿Todos
los males?
¿Y
si abriese apenas un poquito la tapa y mirase con precaución por la rendija
para ver cómo eran?
Pandora
levantó la tapa, e inclinó el rostro hacia la breve abertura, pero tuvo que
apartarse rápidamente, presa del mayor espanto.
Un
humo denso, negro, acre, salía en enormes espirales del cofre, mientras mil
horribles fantasmas se dibujaban en aquellas tinieblas que invadían el Mundo y
oscurecían el Sol.
Eran
todas las enfermedades, todos los dolores, todas las fealdades y todos los
vicios.
Y
todos ellos, rápidos, incontenibles y violentos, salían del cofre irrumpiendo
en las tranquilas moradas de los hombres.
En
vano, Pandora trataba afanosamente de cerrar el cofre, de cortar el paso a los
males, de remediar el desastre.
El
Destino inexorable se cumplía y desde entonces la vida de los hombres fue
desolada por todas las desventuras desencadenadas por Zeus.
Cuando
todo el humo denso se esfumó en el aire y el cofre parecía vacío, Pandora miró
al interior, y vio todavía un gracioso pajarillo de alas tornasoladas.
Era
la Esperanza.
Se
apresuró a cerrar el cofre impidiendo así que la Esperanza se escapara al igual
que todo lo que había contenido en su interior.
De
ésta manera se conserva guardada en el rincón más profundo de nuestros
corazones la Esperanza de los hombres.
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