La oposición a la realidad, que siempre es el momento presente, nos debilita.
Y provoca que se esfume nuestra sonrisa del fondo de la conciencia y nos atrape un amargo rictus. ¿Por qué es tan importante la sonrisa?
Porque nos hace felices y celebra la vida tal como es, porque sí, sin más.
Cuando nos visita lo difícil, el desamor, las pérdidas, las tragedias, nuestra sonrisa queda entre paréntesis por un tiempo.
Entonces enfrentamos la proeza interior de lo que supone «amar lo que es» y conectarnos con nuestro ser profundo.
Si después de recorrer ese laberinto emocional
encontramos la salida, palpamos el trofeo y saboreamos el fruto de un viaje que
desemboca de nuevo en la sonrisa esencial.
Penas, enfados, vergüenzas, culpas, angustias, negaciones, deseos de destruir o
de destruirse, retos a la muerte o al destino, sacrificios, etc. constituyen
huéspedes emocionales que pueden alojarse en nosotros durante el recorrido por
el laberinto.
Debemos aceptarlos hasta que, en su tramo final, el proceso se complete en el dolor, al que nos rendimos.
Un dolor que nos vuelve humildes y reverentes ante la realidad.
Abrirse plenamente al dolor es el último movimiento que precede a la expansión súbita de la sonrisa natural que preside la vida.
Aunque pueda parecer un contrasentido, vemos que en el dolor se asienta la alegría de vivir, que las personas genuinamente alegres no han estado exentas de tragedias, y que pudieron superarlas con sentido.
‘Lo que no nos destruye nos hace más fuertes’, dijo Nietzsche.
Joan Garriga
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