Un maestro y su discípulo
descansaban uno junto al otro.
En determinado momento el
primero sacó un melón de su alforja, lo partió en dos y le dio una mitad al
segundo.
Ambos empezaron a comer.
En medio de la merienda,
el discípulo comentó:
—Mi sabio maestro, yo sé
que todo en la vida tiene un porqué. Compartir este melón tal vez sea una señal
de que tienes algo que enseñarme.
El maestro comía en
silencio.
—Por tu silencio creo
entender la pregunta oculta —siguió el discípulo—, que debe de ser la
siguiente: “¿Dónde está el sabor que experimento al comer esta deliciosa fruta?
¿En el melón o en mi lengua?”.
El maestro continuaba
comiendo en silencio. El discípulo, entusiasmado, prosiguió:
—Y como yo sé que todo en
la vida tiene un porqué, pienso que puedo darle la respuesta a la pregunta
oculta: “El sabor es un acto de amor y de interdependencia entre los dos, pues
sin el melón no habría un objeto de placer y sin la lengua…”.
—¡Basta! —lo interrumpió
el maestro con un grito—. ¡Los más tontos son aquellos que se creen
inteligentes y que piensan que todo en la vida tiene un porqué! El melón es
sabroso y eso es suficiente. Y ahora ¡déjame comer en paz!
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