Mburukujá no era su
nombre cristiano, sino el tierno apodo que le había dado un aborigen guaraní a
quien ella amaba en secreto y con el que se encontraba a escondidas, ya que su
padre jamás habría aprobado tal relación. En realidad, su padre ya había
decidido que ella desposara a un capitán a quién él creía digno de obtener la
mano de su única hija.
Cuando le revelaron los planes de matrimonio, la joven
suplicó que no la condenaran a consumirse junto a un hombre que ella no amaba,
pero sus ruegos solamente lograron encender la cólera de su padre. La doncella
lloró desconsolada, tratando de conmover el inflexible corazón de su padre,
pero el viejo capitán no sólo confirmó su decisión sino que además le informó
que debería permanecer confinada en la casa hasta que se celebrara boda.
Mburukujá debió contentarse con ver a su amado desde la
ventana de su habitación, ya que no estaba autorizada a salir a los jardines
por la noche y difícilmente lograba burlar la vigilancia paterna. Sin embargo,
envió a una criada de su confianza para que lo informara sobre su triste futuro.
El joven guaraní no se resignó a perder a su amada, y todas
las noches se acercaba a la casa intentando verla. Durante horas vigilaba el
lugar, y sólo cuando se percataba de que los primeros rayos del sol podían
delatar su posición se retiraba con su corazón triste, aunque no sin antes
tocar una melancólica melodía en su flauta.
Mburukujá no podía verlo, pero esos sonidos llegaban hasta
sus oídos y la llenaban de alegría, ya que confirmaban que el amor entre ambos
seguía tan vivo como siempre. Pero una mañana ya no fue arrullada por los
agudos sones de la flauta. En vano esperó noche tras noche la vuelta de su
amado. Imaginó que el joven guaraní podría estar herido en la selva, o que tal
vez había sido víctima de alguna fiera, pero no se resignaba a creer que
hubiese olvidado su amor por ella.
La dulce niña se sumió en la tristeza. Su piel, otrora
blanca y brillante como las primeras nieves, se volvió gris y opaca, y sus ojos
ya no destellaron con hermosos brillos violáceos. Sus rojos labios, que antes
solían sonreír, se cerraron en una triste mueca para que nadie pudiera
enterarse de su pena de amor. Sin embargo, permaneció sentada frente a su
ventana, soñando con ver aparecer algún día a su amante. Luego de varios días
vio entre los matorrales cercanos la figura de una vieja india. Era la madre de
su enamorado, quien acercándose a la ventana le contó que el joven había sido
asesinado por el capitán, quien había descubierto el oculto romance de su hija.
Mburukujá pareció recobrar sus fuerzas, y escapándose por la ventana siguió a
la anciana hasta el lugar donde reposaba el cuerpo de su amado. Enloquecida por
el dolor cavó una fosa con sus propias manos, y luego de depositar en ella el
cuerpo de su amado confesó a la anciana madre que terminaría con su propia vida
ya que había perdido lo único que la ataba a este mundo. Tomó una de las
flechas de su amado, y luego de pedirle a la mujer que una vez que todo
estuviera consumado cubriera sus tumbas y los dejara descansar eternamente
juntos, la clavó en medio de su pecho. Mburukujá se desplomó junto al cuerpo de
aquel que en vida había amado.
La anciana observó sorprendida como las plumas adheridas a
la flecha comenzaban a transformarse en una extraña flor que brotaba del
corazón de Mburukujá, pero cumplió con su promesa y cubrió la tumba de los
jóvenes amantes. No pasó mucho tiempo antes de que los indios que recorrían la
zona comenzaran a hablar de una extraña planta que nunca antes habían visto, y
cuyas flores se cierran por la noche y se abren con los primeros rayos del sol,
como si el nuevo día le diera vida.
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