En cierta oportunidad, después de pasar la jornada cazando,
acampó en la comarca de Liu para pasar la noche.
Entre las sombras, a la luz del fuego, percibió a poca distancia,
la silueta de un soberbio tigre.
Prestamente desenvainó su arco, apuntó cuidadosamente,
y disparó con su conocida fuerza y precisión.
Seguro de haber acertado, envió a sus sirvientes a recoger el cadáver.
Un rato después éstos regresaron dubitativos y con las manos vacías.
El señor de Wei, irritado, comenzó a increparlos, más ellos le pidieron que los acompañase al sitio en cuestión.
Llegado allí se sorprendió mucho al comprobar que lo que él había confundido con un tigre no era más que una enorme piedra disfrazada por las sombras de la noche y el fuego.
Pero lo que más lo llenó de perplejidad fue que la flecha se había clavado hasta la mitad en la dura roca, cual si hubiera sido carne de verdad.
Sin poder dar crédito a sus ojos, desenvainó una flecha y la lanzó con su arco contra la roca, consiguiendo solamente que saeta rebotara violentamente.
El mismo resultado obtuvo con el resto de las treinta flechas que aún le quedaban.
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