martes, 12 de enero de 2016

El Tambor Mágico




Érase una vez un muchacho llamado Gengoró.
Era un desharrapado, un golfo, un vagabundo, que arrastraba por los caminos sus harapos y no tenía padre, ni madre, ni casa.
Una mañana de verano se despertó a la orilla de un río y descubrió entre la espesura un pequeño tambor mágico, abandonado por algún dios de las aguas.
Muy contento con esa ganga, lo cogió, lo ató a su cinturón y quiso verificar inmediatamente sus poderes:
—Nariz, crece, crece! —dijo, tocando el tambor, y su nariz creció y creció, y cuanto más tocaba el tambor más se alargaba su nariz.
La misma pronto cruzó el río y, con gran regocijo por su parte, salió por encima de la copa de los árboles, al otro lado del agua.
—Nariz, encógete, encógete!— dijo entonces tocando el tambor, y su nariz volvió a su medida normal.
Era un juego muy distraído, y Gengoró, que era un bromista, lo habría prolongado un buen rato. Pero, mientras caminaba, reflexionaba.
Utilizado con tino, ese tambor mágico podía procurarle gloria y fortuna.
En aquel momento pasaba por delante de la residencia de un gran señor que tenía, decían, una hija bella corno el sol, en edad de casarse.
Gengoró, con su tambor mágico sujeto al cinto, merodeó por los alrededores.
Finalmente descubrió un agujero en un seto, se metió en él y, después de atravesar varios patios, se encontró en el gineceo.
Allí, una muchacha bellísima, como sólo existen en sueños, estaba sentada al borde de un estanque y contemplaba en el agua una flor de loto.
Gengoró se acercó y murmuró, tocando su tambor mágico:
-Nariz de muchacha, encógete, encógete… La nariz de la joven disminuyó y disminuyó hasta que al fin desapareció.
Cuando el gran señor vio a su hija lanzó un grito de espanto.
No tenía nariz, su rostro era plano como una torta.
¡Ay! —Dijo el desgraciado padre— ¿Cómo vamos a casar a nuestra hija ahora, quién querrá a un monstruo? Es absolutamente necesario encontrarle un médico que le de-vuelva su nariz y su desaparecida belleza.
Entonces desfilaron por la noble mansión los médicos más célebres de todo el país, pero también los curanderos, los magos e incluso los charlatanes.
No se rechazaba a nadie, pues se esperaba ansiosamente un milagro.
En ese momento fue cuando Gengoró se presentó.
Los sirvientes estuvieron a punto de echarle, tan pobre era su aspecto, pero obedecieron las consignas y fue introducido a su vez en la habitación de la muchacha, que se ocultaba detrás de un biombo.
Gengoró se instaló y dijo en voz alta mientras tocaba discretamente su tambor mágico:
—¡Nariz de muchacha, crece, crece!
¡Oh milagro, a medida que hablaba y tocaba el tambor, la nariz aparecía, se destacaba, recobraba su dimensión habitual!
El gran señor, loco de alegría, colmó a Gengoró de regalos.
Dieron un magnífico banquete en su honor.
Recibió un vestido nuevo, una indumentaria completa, un palanquín y varios sirvientes.
Incluso le ofrecieron una casa y las tierras colindantes.
Gengoró llevó durante un tiempo una existencia llena de placeres, y, si hubiera querido, habría hecho fortuna.
Pero pronto se aburrió. Una mañana, tras darle las gracias al gran señor por sus favores, volvió a la carretera, pues prefería, a la riqueza y los honores, la pobreza y su insolente libertad.


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